domingo, septiembre 26, 2010

El último mensaje

– Ya son más de 50 veces las que te dije que no quiero volver a saber más de ti, supéralo y olvídate de mí para siempre. – (Mensaje de texto recibido el 26/09/2010 – 12:13 am)

Lo cierto es que no eran 50 a las justas y llegaban a las 20; la estuve llamando por largo rato y no me contestó Se que dejó que el móvil sonara y que sonara a propósito para que yo me cansase de marcarle; dos horas más tarde, recibí el mensaje de texto donde por así decirlo, me conminaba a olvidarme de ella y superar por completo nuestra marchita e irreconciliable relación amorosa.

Aún con todo, después de las llamadas no contestadas, del mensaje de texto donde me pedía que la olvide, no estaba dispuesto a superarlo, ni a intentar olvidarla siquiera; así que le insistí un par de veces más al móvil, por si tal vez ahora sí me contestaba. Confieso, tenía la remota esperanza de que se le ablandase el corazón, que presione aquella tecla verde y que me dijera luego de ya bastante tiempo que ella también me quería. Pero no lo hizo, le timbre esta vez por cerca de más de 1 hora, sin resultado alguno. Así que concluí que lo mejor; era tal vez el irme a dormir y rezarle a Dios para que a la mañana siguiente ella me quisiese de nuevo. Así lo hice, me dormí con las manos bien juntas luego de haber rezado fervorosa y ponderadamente 2 padrenuestros y 10 avemarías. Pero al despertar, a la mañana siguiente todo seguía igual; ni siquiera una llamada, timbrada, mensaje de texto, voz u otro que se le parezca que me indique que las oraciones hicieron efecto, por el contrario ahora tenía apagado el móvil y de seguro que no quería volver a saber más de mí.
Diego A.

lunes, septiembre 06, 2010

De como me enamoré de Meriaan

Con profundo fervor y amor a Meriaan*.

Me enamore de Meriaan, un 29 de febrero del 84. Llevaba las polainas puestas y un pedazo de chicle atorado en la suela de uno de los borceguís que me incomodaba al momento de sopesar mis pasos. Estaba algo cansado y ansioso por volver a casa; a pesar que no hubiera nadie esperándome, me urgía desesperadamente el llegar allí y respirar de nuevo aquel aroma a hogar que no había podido encontrar en ninguna otra parte y que casi olvido en medio de los raudales de pólvora, sangre y cadáveres con los que tuve que convivir a diario.

Mamá y papá se habían marchado hacía siete años, a un mes de estallada la guerra; esa noche frente a casa vieron como era ajusticiado un soldado enemigo a manos de fuerzas estatales, la escena fue tan brutal que no lo soportaron. Fue en esa misma noche, que antes de irse a dormir ambos comprendieron que estaban demasiado viejos para estas cosas del mundo moderno y sus guerras, así que cerraron sus ojos y simplemente se durmieron juntos y en paz consigo mismos lejos de lo cruento, lo atroz y lo inhumano que trae consigo la guerra.

Josep, mi único hermano hacía mucho que había emigrado a Bucarest, a centenares de millas de donde yo me batía día a día y noche a noche por defender el honor de mi familia y de mi patria. Se había casado y ahora tenía una hermosa familia a la que pude conocer en detalle por fotos y extensas misivas donde milimetraba una considerable cantidad de sucesos relevantes en su vida diaria. Tenía dos hijas preciosas; ambas pelirrubias, achinadas, pecosas de 3 y 4 años respectivamente y una mujer bella, alta, de ojos grandes y verdes,  muy amorosa y atenta, según lo descrito en sus cartas.

Detuve el caballo en frente de casa y lo ate a un árbol cercano que no recordaba existiese antes en esa parte, di unos pasos lentos, pero antes raspé las botas contra el suelo intentando quitarme el chicle que traía pegado en las suelas, pero fue inútil, así que crucé el umbral desierto con el chicle pegado en las botas de todas maneras. Me senté en el viejo mueble verde, que aún quedaba y que me recordaba las historias de papá y de la abuela que siempre remendaba algo que no necesariamente necesitaba remendarse.

Dormí cerca de una hora allí, sentado en el mueble en medio de recuerdos. Pero fue cuando salí a la calle nuevamente esta vez por mis cosas; que la vi por primera vez, parada a un costado de la puerta de la casa de al lado. Era de estatura mediana y de contextura delgada; tenía el cabello negro algo rizado, la nariz pequeña, la sonrisa delicada y encantadora, los ojos negros, acaramelados grandes y profundos.

A pesar de lo descrito, les diré que esa tarde más que verla y enamorarme físicamente a ella, me enamoré de su alma la que vi de casualidad a través de esos ojos negros y su dulce sonrisa. Me termine enamorando de ella sin siquiera cruzar palabra alguna o saber algo de su pasado. Comprendí entonces que ella era la mujer de mi vida, la mujer por la cual pelee en una guerra tal vez absurda, pero al fin y al cabo guerra, y la principal e ignota razón por la cual volví a una casa vacía donde nadie me esperaba en un día que sucede 1 sola vez cada cuatro años.

Diego A.

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