Paradero
27, faltan más de 20 cuadras aún para llegar a mi destino. Voy de regreso a
casa, una casa donde nadie me espera, salvo las pulgas y los piojos que dejan
los gatos callejeros que de vez en cuando merodean por mi techo. Voy en el
asiento de atrás del que está reservado y pintado de rojo, no porque quiera,
sino porque fue el único que quedó libre luego de media hora de trayecto.
Me
hago el que duermo, -nadie te obliga a dar el asiento si duermes-, porque no me
gusta cederle el asiento a las viejas que se quejan en voz alta de que hay sólo
2 asientos pintados de rojo en todo el bus, de la juventud que está mala ahora,
de lo desconsiderados que son y del fuerte dolor que significa para ellas -y para
su no tan avanzada edad- el permanecer de pie lo que les resta de viaje.
Entre
abro los ojos y miro a Lima y su puericultorio fantasma casi en el olvido que
semeja un cementerio abandonado por los vivos, pero habitado por fantasmas del
ayer y árboles que se niegan a morir.

En
la esquina siguiente ha subido una mujer; que no es fea, ni tampoco bonita, ni
tampoco tan vieja. Carga un bolso negro, una imitación barata de un Gucci que
se está descascarando de abajo, saco café y bufanda de cuadros tipo escocesa.
Al lado mío va un hombre; lleva un polo viejo, unos jeans desgastados por el
uso, la cara sudada y la mirada perdida como si pensara en algo que fuese a
cambiarle la vida. La mujer le ha pedido el asiento. El hombre sigue absorto en
lo suyo, sus problemas ahora son más grandes que los de la mujer que quiere
llegar sentada a casa. Así que no la escucha o finge no hacerlo. La mujer se
impacienta, lo toma del polo mientras le dice - ¡Párate, dame el asiento, no
ves que soy mujer! - pero él no se inmuta y sólo tiende a retirar de si la mano
que ahora lo sujetaba.
-
Que te has creído para tocarme ¡Cholo de mieerrda!.- le ha dicho la mujer esta
vez más exaltada que antes, gritando como para que todos la escuchen, pero
nadie lo hace o nadie quiere hacerlo. Entonces coge al hombre del pelo y lo
baja a empujones del bus mientras lo sigue insultando por no valorar su
condición de mujer, por no tener tino, ni la delicadeza para tratarla o
escucharla como se debe. El hombre que ya está en la pista no sabe que pasa,
tan solo que tiene a una mujer que no conoce despotricando en su contra y con
todas sus fuerzas.
El
hombre ha huido, quiere evitarse problemas y seguir siendo golpeado. Por su parte, la mujer ha subido al bus
nuevamente y ha tomado posesión de su asiento mal ganado. Se sienta a mi lado, y yo la
veo de reojo limpiarse la frente con un pañuelo sucio sintiéndose victoriosa por haber
ganado una batalla sin sentido, por haberse hecho respetar sin que le faltasen el respeto, por haber defendido su causa sin tener claramente alguna y por no
permitir que un hombre la pisotee a pesar de que este en ningún momento intentó siquiera hacerlo.
Diego A.
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